Los hielos tañían dentro de su bebida fría, mientras
chocaban unos con otros en una deliciosa y refrescante orquesta, a medida que
él posaba el vaso en la mesa para después alejar sus dedos de yemas congeladas.
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No entiendo a la gente que hace las cosas varias
veces.
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¿A qué te refieres? – pregunté, con la sospecha de que
no me iba a gustar lo siguiente que iba a decir.
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Sí… Pues la gente que ve la misma película varias
veces, o el mismo capítulo miles de veces. Yo como mucho veo una película dos
veces, ¿para qué más?
Procesé esa
información e intenté ponerme en su piel. Me asombra la diversidad humana.
Mientras que algunas personas están viendo por trigésima vez el final de
Casablanca mientras se encogen en su sofá y se enrollan con la manta, otras
simplemente no le ven el placer a hacer lo mismo una y otra vez.
El mundo
suele dividirse normalmente en dos bloques: los que sí y los que no.
Los que
tienen una banda favorita y se han vuelto locos en la adolescencia por ella y
los que no, y además no parecen conocer esa sensación (sí, te miran a los ojos y te lo dicen con
naturalidad mientras abres la boca de la sorpresa y piensas en los posters y
fotos de Green Day que cuelgan en tu habitación).
Los que les
gustan Los Simpson y los que no.
Los que tendrían
un animal en casa y los que no.
Los que
aman las Matemáticas y los que no.
Los que adoran
el verano y los que no.
Recordé al
vecino de los huesos de cristal de Amélie, que lleva veinte años pintando el
mismo cuadro, y misma la muchacha del vaso de agua. Recordé las cientos de
veces que he visto Amélie y las veces que me ha hecho llorar de distintas
maneras. También, por supuesto, mi afición a ver los mejores capítulos de mis
comedias favoritas de los 90 una y otra vez, y también de los capítulos de Los
Simpson. Cómo me emociono ante el anuncio de una película que ya he visto
cuatro veces. Y cómo releo libros antiguos para recordar lo que se sentía al
viajar en ellos. Será porque en el fondo, no haces lo mismo, pues ya me dijo un
sabio profesor que todo depende del momento, y siempre ponemos parte de
nosotros en aquello que hacemos.
Ligeramente
enojada, le miré a los ojos y le repliqué con una de mis frases favoritas de La insoportable levedad del ser, cuando
Milan Kundera explica cómo el perro de la protagonista es genuinamente feliz,
porque cada día sabe que toca paseo, y cada día se emociona de la misma forma
ante la puerta.
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“La felicidad es el deseo de repetir”.
La mesa se rió
y él entendió lo que quería decir.
Me pregunté cuántos noes y síes tiene la gente, y cuántos me dará tiempo a descubrir.
Me pregunté también sobre los míos propios, y si alguien los llegará a conocer alguna vez del todo.