Nací en Brackish Pond, en Bermuda, en una granja que pertenecía al señor Charles Myners. Mi madre era una esclava en la casa; y mi padre, cuyo nombre era Prince, era un aserrador que pertenecía al señor Trimmingham, un constructor de barcos en Crow-Lane. Cuando era una niña, el anciano señor Myners murió, y hubo un reparto de los esclavos así como otras propiedades de la familia. Fui comprada junto con mi madre por el anciano Capitán Darrel, y regalada a su nieta, la pequeña Miss Betsey Williams. El Capitán Williams, el yerno del señor Darrel, era el dueño de un buque que traficaba con muchos lugares en América y las Indias Occidentales, y rara vez estaban los dos juntos en casa.
La señora Williams era una mujer de
buen corazón, que trataba bien a todos sus esclavos. Sólo tenía una hija: la
señorita Betsey, para la cual me habían comprado, y quien era más o menos de mi
edad. Era casi como una mascota para la señorita Betsey, y la quería un montón.
Solía llevarme de la mano, y me llamaba “su pequeña negra”. Fue el periodo más
feliz de mi vida: era demasiado joven como para entender con claridad mi condición
como esclava, y demasiado irreflexiva y llena de espíritu como para pensar en
un futuro lleno de trabajo duro y dolor.
(…)
¡Oh, fue un momento tan, tan triste!
Recuerdo el día bien. La señora Pruden se acercó y dijo: “Mary, tendrás que
irte directamente a casa; tu dueño se va a casar, y tiene intención de venderte
a ti y a dos de tus hermanas para conseguir dinero para la boda”. Tras oír esto
estallé en llanto –aunque por el momento poco consciente era del gran peso de
mi infortunio, o de la miseria que me esperaba. Además, no quería alejarme de
la señora Pruden, y del querido bebé, que había crecido tan encariñado conmigo.
Durante unos momentos apenas creí que la señora Pruden fuera sincera, hasta que
recibí expresas ordenes de que regresara inmediatamente. ¡Querida señorita
Fanny! Cómo lloró a separarse de mí, mientras besaba y abrazada al bebé,
pensando que nunca volvería a verle. Dejé a la señora Pruden, y volví a casa
llena de pena. La idea de ser vendida lejos de mi madre y la señorita Betsey
era tan aterradora, que no me atreví a hacerme pensar más en ello. Habíamos
sido comprados al señor Myners, como dije antes, por el abuelo de la señorita
Betsey, y dados a ella, por lo que debido al hecho de ser su propiedad, nunca se
me pasó por la cabeza que tendríamos que separarnos o que me venderían lejos de
ella.
(…)
¡Oh queridos! No puedo soportar pensar
en ese día –es demasiado-. Me recuerda el gran lamento que llenaba mi corazón y
los desconsolados pensamientos que pasaron por mi mente, mientras escuchaba las
penosas palabras de mi pobre madre, sollozando por la pérdida de sus hijos.
Desearía poder encontrar las palabras para deciros todo cuanto sentí y sufrí.
Sólo el gran Dios de arriba sabe los pensamientos del corazón de un pobre
esclavo, y los amargos dolores que siguen de separaciones como estas. Todo lo
que amamos se nos arrebata –¡oh, es triste, triste! ¡y doloroso hasta los
huesos!- no pude dormir esa noche pensado en la mañana; y la querida señorita
Betsy no estaba menos afectada. No soportaba abandonar a sus compañeros de
juegos.
(…)
La negra mañana vino al final; vino
demasiado pronto para mi pobre madre y nosotros. Mientras nos ponía los nuevos trajes
con los que íbamos a ser vendidas, dijo, con una voz llena de dolor (¡y nunca
lo olvidaré!) “Estoy amortajando a mis pobres niños; ¡menuda tarea para una
madre!” –y entonces llamó a la señorita Betsey para que se despidiera de
nosotros. “Voy a llevar a mis pequeños pollitos al mercado”, y esas fueron sus
palabras literales, “despídete de ellos, quizá no les veas nunca más.” La
señorita Betsey nos besó a todos, y, cuando se fue, mi madre llamó al resto de
los esclavos para que nos dijeran adiós. Una de ellas, llamada Moll, vino con
un niño en brazos. ¡Ay!, dijo mi madre, viéndola girarse y mirar a su niño con
lágrimas en los ojos, “¡tú serás el siguiente!”.
Los esclavos no podían decir nada para
reconfortarnos; tan sólo llorar y lamentarse con nosotros. Cuando dejé a mis
queridos hermanos y a la casa en la que me había criado, pensé que mi corazón
iba a estallar.
(…)
Seguimos a mi madre hasta el mercado,
donde nos colocó en una fila delante de una gran casa, con las espaldas
apoyadas en la pared y nuestras manos plegadas en el pecho. Yo, como la menor,
estaba la primera, estando Hannah la siguiente, y después Dinah; y nuestra
madre estaba de pie a nuestro lado, llorando por nosotras. Mi corazón latía de
dolor y terror tan violentamente, que apreté mis manos fuertemente sobre mi
pecho, pero no podía mantenerlo, por lo que continuó a brincando como si fuera
a hacer estallar mi cuerpo. ¿Pero a quién le importaba? ¿Acaso alguno de los
muchos que observaban, que nos miraba de forma tan desinteresada, pensaría en
el dolor que retuerce los corazones de las mujeres negras y sus jóvenes? ¡No,
no! No eran todos malos, me atrevo a decir, pero la esclavitud endurece el
corazón de los blancos contra los negros; y muchos de ellos no tienen reparo en
hacer sus comentarios delante de nosotros en voz alta, sin ningún tipo de
miramiento hacia nuestro dolor –aunque sus palabras clara caen como pimienta en
las heridas frescas de nuestros corazones. Esos blancos sólo tienen pequeños
corazones que sienten sólo lo suyo.
(…)
Entonces comenzó mi venta. Las
apuestas comenzaron en unas pocas libras, y gradualmente alcanzaron las
cincuenta y siete, cuando fui liquidada por el postor más fuerte. Vi entonces a
mis hermanas ir hacia delante, y ser vendidas a distintos dueños; para que no tuviéramos
la satisfacción de ser compañeras. Cuando la venta acabó, mi madre nos abrazó y
besó, y se lamentó por nosotras, pidiéndonos que mantuviéramos un buen corazón
e hiciéramos nuestras tareas para nuestros señores. Era una triste partida; una
fue por un camino, otra por otro, y nuestra pobre madre volvió a casa sin nada.
(…)
He sido una esclava –y sé lo que se
siente- y puedo decir lo que otros esclavos sienten, también por lo que me han
contado. El hombre que dice que los esclavos son felices en esclavitud –que no
quieren ser felices-, ese hombre es bien un ignorante o un mentiroso.
Mary Prince (1831)
FUENTE: http://docsouth.unc.edu/neh/prince/prince.html
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