viernes, 11 de diciembre de 2015

La Narcisa que no escribía

Miró a primero a la izquierda, y luego a la derecha, antes de cruzar la calle. Realmente lo hizo por rutina, porque era lo que había que hacer, ya que en ningún momento prestó atención a si se acercaban los faros de algún coche. Tan sólo los ruidos lejanos de algún vehículo a alta velocidad podrían haberla puesto alerta. Pero sus pensamientos estaban en cualquier otra parte. Su cuerpo cruzó la vía, pero su mente estaba en cualquier otro mundo.
Pensó en lo fácil que sería encontrar la muerte, pero ese acontecimiento era una posibilidad remota en su cabeza, la evocación de lo morboso, del desastre. Cualquier roce con la parca sería lamentado en su momento. Sin embargo, cuando el peligro se notaba lejos, en una situación cotidiana, era muy fácil pensar en ello tomándolo a la ligera, como una línea más en el argumento de su vida.
-¿Sirvo para algo?
Habló en voz baja, pero aun así pronunció la pregunta cuya respuesta le aterraba, esas dos letras juntas que ya había formulado en su interior, que le pesaban en el corazón como una barra de plomo macizo.
Porque no se veía en ninguna parte, pero a la vez era joven, tenía energía –al menos estaba capacitada para generarla-.
Quizá podría dedicarse a la escritura; ella, tan callada, con la mirada siempre puesta en cualquier parte, con los pensamientos a todo bullir. No. Ella era una observadora de sí misma, se contemplaba como Narciso cada día en el espejo del mundo, no veía nada más que a sí misma. Si le preguntaban por su opinión, ella se cuestionaba qué esperarían de ella; si le comentaban una anécdota ajena, ella la comparaba con su vida, desconectaba rápidamente y con el automático puesto formulaba ciertas respuestas –interjecciones amables, oraciones reconfortantes-, si debía recordar algo, sólo recordaba lo que le había afectado a ella. ¿Sobre qué escribir si sólo sabes sobre ti? ¿Y si eso no le interesa al mundo?

No podía escribir sobre nada, pues, más que garabatear tontas notas en cuadernos, folios, blogs. Sólo traducía los ecos de su mente, las preocupaciones que se posaban en su pecho, cogiendo polvo. 
El cuaderno el blanco no era más que un espejo en el que se veía a sí misma. 
Ella sólo quería romper el cristal para convertirlo en una ventana. 
Para ello tendría que sangrar. 

Por eso duele ver la verdad del mundo. 

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