“Es difícil ser yo. Me encantaría
dejar de preocuparme por todo, dejar de… Me gustaría no levantarme
todas las mañanas pensando que a los cuarenta años terminaré
tirada en un parque, como todas esas personas que ves por la calle y
te preguntas: ¿lo sabían? Cuando eran niños y jugaban con sus
amigos en el patio de su casa, cuando su madre les preparaba su plato
favorito por su cumpleaños y ellos se sentaban corriendo en la mesa
y comenzaban a comer con avidez, felices, tan niños. ¿Podrían
siquiera imaginar dónde acabarían en la mitad de su vida? Tengo
miedo… De ser de esas personas. También me aterra saber que me
hago mayor. Creo que mi mayor miedo es no volver a tener cosas a las
que nunca presté importancia, y que cuando quiera recuperarlas, no
pueda hacerlo nunca. Como la felicidad antes de volverme una mendiga,
o antes de despertarme un día sabiendo que los mejores días de mi
vida… Ya pasaron. Y que soy vieja.”
Esperé respuesta durante unos
segundos, y por un momento pensé que no iba a decir nada. Finalmente
los músculos de su ajada cara se pusieron en movimiento, y
costosamente, como un coche antiguo al que le cuesta arrancar,
permitieron al hombre emitir sonido. “Me has dicho que tienes
diecinueve años. Aún tienes toda la vida por delante. Alegra esa
cara de amargada y deja de pensar tanto”.
El anciano se fue dejándome sola en la
marquesina, rodeada de una atmósfera de humo y ruido, la respiración
de Madrid. Esto sucedió esta misma mañana. El desconocido no me
quiso escuchar, y necesito que alguien lo haga. Es por ello por lo
que estoy escribiendo esto.
Eres mi primer diario.
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